viernes, 29 de marzo de 2013

Capítulo 28: LA EPOPEYA DE CHRISTOPHER TOLKIEN

J. R. R. Tolkien falleció en 1973, dejando una cantidad monstruosa de textos inéditos pendientes de ser ordenados y dispuestos para su publicación. Christopher Tolkien, albacea de su padre, se encontró abrumado ante tan descomunal tarea y, pensando en concluirla cuanto antes y de la mejor manera posible, renunció a su puesto como profesor y se dedicó a recopilar versiones en prosa -más o menos resumidas- de la obra que su padre siempre concibió como la más importante de sus creaciones: "El Silmarillion". Quiso que el libro viese la luz cuanto antes para poder continuar con su propia vida, pero tuvo que ajustar ciertos elementos de la mitología un poco a la fuerza para darle una coherencia que su padre todavía no había afinado del todo a su muerte; de modo que Christopher sintió que, en cierto modo, había "empobrecido" los esfuerzos de su padre durante más de medio siglo cuando El Silmarillion tal y como lo conocemos se publicó en 1977.

Un octogenario Christopher Tolkien (imagen de theonering.org).

La solución: deshacer el entuerto mediante una publicación ordenada y comentada de la monstruosa colección de manuscritos que se encontró en casa apilada en cajas y sin clasificación alguna, realizando al mismo tiempo el trabajo de un filólogo y el de un detective. El resultado es la serie de 12 volúmenes titulada Historia de la Tierra Media, que se publicó poco a poco -pero con excelente puntualidad- entre principios de los ochenta y finales de los noventa. Los ocho primeros tomos abarcan desde los comienzos de Tolkien en sus paseos mentales por las tierras de los elfos, identificadas con paisajes dunsanianos y reminiscencias localistas y nacionalistas británicas, hasta los escritos más sólidos que pasarían a estructurar de manera definitiva su mitología sobre las tretas del malvado Morgoth, el robo de los Silmarils, la persecución de los hijos de Fëanor y demás. En octavo libro incluye, para asombro de quien no lo sepa, nada menos que unas cuantas páginas de lo que iba a ser la secuela de El Señor de los Anillos, un manuscrito titulado La nueva sombra, de la que hablaremos en otra ocasión. A partir del noveno tomo, la serie se centra en la escritura paso a paso de El Señor de los Anillos, como ya comentamos en una entrada anterior sobre Tolkien.

Portada de la edición en castellano, de Minotauro.

Cayó en mis manos hace años, gracias a una colección de kiosco, el tercer tomo de la serie, titulado Las baladas de Beleriand (1985), y después de criar una década de polvo, he terminado por leerlo de un tirón. Por suerte, he comprobado que cada libro puede leerse de manera independiente, ya que el material tratado viene bastante bien ordenado dentro de la serie. La verdad es que es mucho más una obra de investigación literaria que una narración en sí, pero he disfrutado como un enano leyendo los dos poemas épicos que contiene en su estado original, "no resumido". Se trata de la Balada de los hijos de Húrin, que después se publicaría definitivamente en versión novelada; y de la Balada de Leithian, que, sospecho, antes o después también se verá publicada como obra independiente y también novelada. El primero de los poemas épicos se centra en la azarosa vida de Túrin Turámbar, y es un ejemplo del tono amargo y pesimista (un tanto bíblico) de la mitología tolkiana sobre la "Primera Edad". Se encuentra, lamentablemente, bastante incompleto, ya que su autor se pasó décadas reescribiéndolo y actualizando nombres y datos geográficos, pero sin llegar a completarlo.

El segundo poema cuenta la bastante más amable historia de Beren y Lúthien, un romance trágico entre un mortal y una dama élfica, que se queda bastante más cerca del final tal y como lo narra El Silmarillion. El tomo contiene también algunos otros poemas que prácticamente se truncaron nada más comenzar, pero Christopher Tolkien pretende ser exhaustivo y decide no saltarse ni una coma de lo que encontró en los fajos de papeles de casa. C. S. Lewis, amigo de Tolkien y autor de la saga sobre Narnia, aportó en su día una crítica algo pomposa del segundo poema, también recogida en el tomo. Parece que ni el propio Lewis comprendía entonces las intenciones creativas del viejo profesor de Oxford.

Edición en inglés.

Pese a ser extremadamente áridas, me atreveré a recomendar estas lecturas, si bien advierto que (tal como sugiere Christopher en el prólogo del primer volumen de la serie, El libro de los cuentos perdidos I) puede realizarse una lectura de este bellísimo material pasando olímpicamente de anotaciones a pie de página y comentarios filológicos. Descubrir pacientemente esta serie de libros, y lo digo ahora que he comenzado felizmente con el primero, es la verdadera manera de conocer de verdad la obra de este autor único, uno de los más influyentes de nuestro tiempo y, casi con seguridad, de los años venideros.

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