viernes, 22 de enero de 2010

Capítulo 3: EL INVASOR, EL SALVADOR.

Sin pretender meterme en discusiones políticas -aguas cenagosas donde las haya- me viene resultado curiosa, desde hace tiempo, la forma en la que el ciudadano occidental es hasta tal punto egocéntrico que no para de mirarse el ombligo, aun cuando de describir lugares exóticos y fantásticos se trata.

John Carter de Marte, tal como lo concibió su creador.

Es el hombre blanco, caucásico y preferentemente anglosajón, el que lleva la luz a la oscuridad de los caminos no trazados en los mapas, aun cuando tiene de antemano pocas posibilidades de salir airoso de las épicas empresas en que anda liado. Me refiero a unos cuantos personajes clásicos de carácter arquetípico, perfectos ejemplos de cómo aquellos exploradores de épocas en que el mundo seguía siendo grande se las arreglaban no solo para llegar a los confines de las regiones conocidas, sino para entablar amistad con los nativos y hasta acaudillarlos: Tarzán y John Carter de Marte, ambos de Edgar Rice Burroughs, igualmente fornidos y enfrentados a ambientes hostiles donde luchan en taparrabos contra toda clase de criaturas; Flash Gordon, as del espacio creado por Alex Raymond y que, de ser un deportista universitario, pasa a salvar el mundo de los ataques del malvado Ming; o El hombre enmascarado, personaje de Lee Falk empeñado en luchar, generación tras generación, por defender las costas del sureste asiático de un montón de piratas y contrabandistas.

El hombre enmascarado y Tarzán de los monos.

Seguramente hay unos cuantos ejemplos más, pero con estos tenemos para hacernos una idea. La cosa es que, seguramente a causa del expansionismo que por entonces mantenía todavía vigente el Imperio Británico, debía ser un sueño para cualquier chaval aficionado a la lectura el poder viajar a un país extranjero, cuanto más apartado mejor, y además ligarse a alguna aborigen curvilínea, o mejor todavía, encontrarse allí con una paisana de buen ver. Personajes reales de gran fama como Marco Polo y sus relatos sobre Asia, o David Livingstone a la caza de las fuentes del Nilo, o incluso nombres de ficción como Allan Quatermain, protagonista de Las minas del Rey Salomón (de H. Rider Haggard) , no hicieron sino alimentar el arquetipo. También contribuyeron, sin la menor duda, las peripecias internacionales de Phileas Fogg y otros viajeros de la obra de Julio Verne (La vuelta al mundo en 80 días, Cinco semanas en globo); los no tan festivos relatos de Joseph Conrad (Lord Jim, Nostromo, El corazón de las tinieblas) y Herman Melville (Omoo, Typee); e incluso El libro de la selva, de Rudyard Kipling, en el que el protagonista Mowgli era una especie de primitivo Tarzán, aunque de raza aborigen. Podríamos rastrear las bases de estas historias hasta los tiempos de los héroes homéricos, e incluso hasta la Epopeya de Gilgamesh. Y sin embargo, el personaje histórico que más me recuerda a estos héroes del papel es coetáneo a muchos de ellos: T. E. Lawrence, también conocido como Lawrence de Arabia.

Retrato de T. E. Lawrence.

Este oficial de inteligencia, seguramente más dotado a priori para la silla de un despacho que para la jiba de un dromedario, logró unificar a las tribus nómadas de una región desértica de tamaño ingente y enfrentarlas contra el enemigo de Inglaterra, el Imperio Otomano. No me habría extrañado que Edgar Rice Burroughs tomase mucho de este mito para crear a algunos de sus héroes pulp, de no ser porque las aventuras de su John Carter y su Tarzán comenzaron tres o cuatro años antes que las de Lawrence. Dicen que la vida imita al arte.

John Carter de Marte, según una portada de Kevin O'Neill.

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